El día en que llegué a la capital debía de ser víspera de fiesta. En las plazas se construían palcos, se izaban banderas, bandas, palmas. Se oía martillear por todas partes.

–¿La fiesta nacional? –pregunté al del bar. Señaló la fila de retratos a sus espaldas.

–Nuestros jefes –respondió–. Es la fiesta de los jefes.

Pensé que era una proclamación de los nuevos elegidos.

–¿Nuevos? –pregunté.

Entre los martillazos, la prueba de los altavoces, el chirrido de las grúas que levantaban catafalcos, tenía que lanzar frases breves, casi gritando, para hacerme oír.

El hombre del bar hizo un gesto negativo: no se trataba de nuevos jefes, ya estaban desde hacía un tiempo.

Pregunté:

–¿El aniversario de la asunción del mando?

–Algo así –explicó un parroquiano a mi lado–. Periódicamente llega el día de la fiesta y les toca a ellos.

–¿Les toca qué?

–Subir al palco.

–¿Qué palco? He visto muchos, uno en cada cruce de calles.

–A cada uno le toca un palco. Nuestros jefes son muchos.

–¿Y qué hacen? ¿Discursos?

–No, discursos no.

–¿Suben y qué hacen?

–¿Qué quiere que hagan? Esperan un poco, lo que duran los preparativos, después la ceremonia termina en dos minutos.

–¿Y ustedes?

–Miramos.

En el bar había un ir y venir: carpinteros, operarios que descargaban de los camiones objetos para decorar los palcos –hachas, cepos, cestas– y se detenían a beber una cerveza. Yo hacía preguntas a alguien y siempre me contestaba otro.

–En una palabra, ¿es una especie de reelección? ¿Una confirmación de los cargos, de los mandatos, digamos?

–¡No, no –me corrigieron–, no lo ha entendido usted! Es el plazo, ha expirado el plazo.

–¿Y entonces?

–Entonces dejan de ser jefes, de estar arriba: caen.

–¿Y por qué suben a los palcos?

–En los palcos se ve bien cómo cae la cabeza, el salto que da, el tajo limpio, y cómo termina en la cesta.

Yo empezaba a entender, pero no estaba muy seguro.

–¿Quiere decir la cabeza de los jefes? ¿En la cesta?

Hacían un gesto afirmativo.

–Eso mismo. La decapitación. Justamente eso. La decapitación de los jefes.

Yo acababa de llegar, no sabía nada, no había leído nada en los diarios.

–¿Así que mañana, de golpe?

–Al que le toca, le toca –decían–. Esta vez cae en mitad de la semana. Es día de fiesta. Todo cerrado.

Un viejo añadió, sentencioso:

–Cuando está maduro el fruto se recoge, el jefe se decapita. ¿Dejarías pudrir el fruto en el árbol?

Los carpinteros adelantaban su trabajo: en algunos palcos instalaban los armazones de pesadas guillotinas; en otros fijaban sólidamente los cepos para la degollación con hacha, adosados a cómodos reclinatorios (uno de los ayudantes hacía la prueba de apoyar el cuello en el cepo para verificar si estaba a la altura justa); en otros preparaban especies de bancos de carnicero, con canaladuras para que corriera la sangre. En la tarima de los palcos se extendía un hule y ya estaban preparadas las esponjas para limpiar las salpicaduras. Todos trabajaban con brío; se les oía reír, silbar.

–¿Entonces están contentos? ¿Los odiaban? ¿Eran jefes malos?

–No, ¿quién ha dicho eso? –se miraron entre ellos, sorprendidos–. Buenos. En fin, ni mejores ni peores que otros. Ya se sabe cómo son: jefes, dirigentes, comandantes… El que llega a esos puestos…

–Sin embargo –dijo uno de ellos–, a mí éstos me gustaban.

–A mí también. También a mí –hicieron eco otros–. Yo nunca he tenido nada en contra.

–¿Y no les sabe mal que los maten? –dije.

–¿Qué vamos a hacer? El que acepta ser jefe ya sabe cómo termina. ¡No pretenderá morir en su cama!

Los otros rieron.

–¡Sería cómodo! Uno dirige, dirige y después, como si nada, abandona, y vuelve a su casa.

Uno dijo:

–¡Entonces, lo que yo digo, todos querrían ser jefes! ¡También yo estaría dispuesto, aquí me tienen!

–Yo también, yo también –dijeron muchos riendo. –En cambio yo no –dijo alguien con gafas–, así no: ¿qué sentido tendría?

–Es cierto. ¿Qué gusto daría ser jefe de esa manera? –intervinieron varias voces–. Una cosa es hacer ese trabajo sabiendo lo que te espera, y otra es… ¿pero cómo se podría hacer, si no?

El de las gafas, que debía de ser el más culto, explicó:

–La autoridad sobre los demás y el derecho que tienen los demás de hacerte subir al palco y matarte, en un día no muy lejano, son una sola cosa… ¿Qué autoridad tendría un jefe, si no estuviese envuelto en esa espera? ¿Y si no se leyera en sus ojos, los de él, esa espera, durante todo el tiempo de su cargo, segundo por segundo? Las instituciones civiles reposan sobre este doble aspecto de la autoridad; jamás se vio una civilización que adoptara otro sistema.

–Sin embargo –objeté–, yo podría citar casos…

–Digo: verdadera civilización –insistió el de las gafas–, no hablo de los intervalos de barbarie que han durado más o menos en la historia de los pueblos…

El viejo sentencioso, el que antes había hablado de los frutos en las ramas, refunfuñaba algo para sí. Exclamó:

–El jefe manda hasta que lo pillan por el cuello.

–¿Qué quieres decir? –le preguntaron los otros–. ¿Quieres decir que suponiendo que un jefe supere el plazo, pongamos por caso, y no se le corta la cabeza, se quedará allí dirigiendo toda la vida?

–Así eran las cosas –asintió el viejo– en los tiempos en que no estaba claro que quien escoge ser jefe escoge ser decapitado en breve plazo. El que tenía el poder no lo soltaba…

Aquí yo hubiera podido intervenir, citar ejemplos, pero nadie me hacía caso.

–¿Y entonces? ¿Cómo hacían? –le preguntaban al viejo.

–Tenían que decapitar a los jefes a la fuerza, por las malas, contra su propia voluntad. ¡Y no en fechas fijas, sino sólo cuando no podían más! Esto sucedía antes de que las cosas se reglamentaran, antes de que los jefes aceptasen…

–¡Ah, nos gustaría ver que no aceptaran! –dijeron los otros–. ¡Quisiéramos verlo!

–Las cosas no son como decís –intervino el de las gafas–. No es cierto que los jefes estén obligados a sufrir las ejecuciones. Si decimos esto perdemos el sentido verdadero de nuestro reglamento, la verdadera relación que vincula a los jefes con el resto de la población. Sólo los jefes pueden ser decapitados, de modo que no se puede querer ser jefe sin querer al mismo tiempo el tajo del hacha. Sólo quien siente esta vocación puede convertirse en jefe, sólo el que se siente decapitado desde el momento mismo en que asume un puesto de mando.

Poco a poco fueron escaseando los parroquianos del bar, cada uno volvía a su trabajo. Comprendí que el hombre de las gafas sólo me hablaba a mí.

–El poder es eso –continuó–, esta espera. Toda la autoridad de la que alguien goza no es sino el preanuncio de la hoja que silba en el aire y cae con un tajo limpio, todos los aplausos no son sino el comienzo del aplauso final que acoge el rodar de la cabeza sobre el hule del palco.

Se quitó las gafas para limpiarlas con el pañuelo. Comprendí que tenía los ojos llenos de lágrimas. Pagó la cerveza y salió.

El hombre del bar me dijo al oído.

–Es uno de ellos –dijo–. ¿Ve? –Sacó una pila de retratos que guardaba bajo el mostrador–. Mañana tengo que quitar aquéllos y colgar estos otros. –El retrato más alto era el del hombre de las gafas, una mala ampliación de una fotografía de carnet–. Fue elegido para suceder a los que dejan el cargo. Mañana asumirá su puesto. Ahora le toca a él. A mí me parece que hacen mal en decírselo el día antes. ¿Vio en qué tono hablaba? Mañana asistirá a las ejecuciones como si ya fuese la suya. Todos hacen así, los primeros días; se impresionan, se exaltan, les parece Dios sabe qué. La «vocación»: ¡que palabreja sacaba a relucir!

–¿Y después?

–Se resignará, como todos. Tienen tanto que hacer, no lo pensarán más hasta que llegue el día de la fiesta también para ellos. En todo caso: ¿quién puede leer en el corazón de los jefes? Hacen como si no lo pensaran. ¿Otra cerveza?

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